Relato por: Wollmer A. Uzcátegui H.
El chisporroteo del fuego, tan
ocasional como reconfortante, resultaba una excelente adición para el acto de
hojear aquel libro; sus manos pasaban las paginas en gestos tiernos que solo
podían ser debidos a la cantidad de ensoñaciones que le provocaban la clase de
tomos que gustaba de comprar cuando se paraba en la librería de alguno de los
pueblos que constituían las primeras paradas de su itinerario. Resultaba una
cosa muy fácil para el perderse de manera momentánea en las páginas llenas de
reinos y ducados que nunca hubiera visto en su vida, eso por no decir las
bellas ilustraciones que acompañaban los breves resúmenes de aquellos lugares
que (pese a que se encontraba a unos cien kilómetros de cualquiera de las
fronteras del pequeño archiducado de Guntrand) deseaba conocer con un vigor que
le hacía hervir la sangre con tal arrojamiento que simplemente se veía incapaz
de mirar en cualquier momento hacia atrás, hacia su pequeña aldea.
Mucho menos tales añoranzas le
hubieran podido asaltar cuando las emociones del viaje que había emprendido
solo eran de la clase que harían a cualquier corazón valiente retumbar con brío
valeroso mientras se desenvolvían tales vicisitudes; no solo había logrado
escapar de una emboscada instituida por un grupo de salteadores de caminos a la
mitad de la noche, sino que también había logrado acabar con su líder durante
su forzosa retirada con una flecha. Si bien tal gesta solo enardeció aún más a
los salteadores que seguían con vida, pudo (muy de mano de la Señorita Fortuna)
escaparse mientras infligía algunas pérdidas más en el grupo de forajidos; la
cosa pudo haber continuado durante el resto de la noche, pero cuando una
tormenta como ninguna que recordase pareció aproximarse a las montañas que
conducían hasta Liutgeri, acompañado de las bajas sufridas, convencieron a sus
perseguidores para olvidarse de él.
Si bien, tal cosa realmente
constituía un éxito, resultaba un tanto amargo que el fin de la persecución con
el fin de matarle hubiera terminado tan lejos de aquella villa que iba a servir
de su siguiente parada, contaba con los suministros suficientes para aguantar
la noche en el bosque y llegar al día siguiente, pero con la amenaza de una
tormenta a punto de dejar caer un monzón a las puertas, y con su alforja de
viaje cargada con aquellos libros que, al igual que a la comida, no bien
llevaban bien el empaparse, se decidió a tratar de encontrar rápidamente algún
refugio, o como mínimo, un lugar donde colocar la alforja.
La rápida batida que hecho de sus
alrededores, después de un rato, derivo en éxito, cuando pudo atisbar no
demasiado lejos una cueva; estaba en la cima de una pequeña subida que no
estaba demasiado lejos, aunque el camino era tan irregular como podía ser en
las montañas que dan acceso a Liutgeri, parecía una casi seguridad de que no
tendría que gastar más dinero en comida o en libros una vez llegado al pueblo,
por lo que se encamino de inmediato a la cueva lo más rápido que pudo pese al
cansancio y la fatiga intrínsecas a una lucha como la que él había librado
hacia poco.
Marcho, raudo y jadeante hasta
que alcanzo la no tan alta cúspide que daba acceso a la caverna, sentía ahora
más que nunca el peso de sus pertenecías sobre sí, junto a una necesidad
imponente por dejarse caer en el suelo, pero a fin de preservar sus objetos, no
hubo mucho más remedio que el aventurarse hasta el fondo de la cueva, y fue una
suerte que hiciese tal cosa; la venteada lluvia prontamente se adentró dentro
del lugar, no mucho más de unos tres o cuatro metros de la entrada;
afortunadamente, él se había adentrado alrededor de siete u ocho metros, lo
cual simplemente le dejo con el viento cargado de humedad soplándole a las
espaldas, pero por el resto, se encontraba completamente seco.
Optó entonces por buscar con el
tacto alguna de las paredes más cercanas, aunque no fue tan necesario, un
relámpago ilumino fugazmente el lugar, y pudo distinguir, aunque fuese por unos
segundos, un poco de la cueva, se movió con cuidado de no tropezar hacia la
izquierda, dejo el arco y el carcaj aun lado suyo mientras revisaba con
detenimiento su alforja tras sentarse, palpo en busca de aquello que sabía
vendría extremadamente útil para un caso como este, y recordaba haber adquirido
a modo de prevención unos cuantos poblados atrás, a quizá unos quince
kilómetros de las montañas en las que finalmente la inversión hecha en ese
momento valdría la pena.
No pudo evitar, sin embargo,
palpar los compendios geográficos cuando hizo aquello, a fin de comprobar que
estuvieran secos, y tras hacerlo, continúo rebuscando hasta que finalmente, un
objeto esférico y liso estuvo su mano; sujetándolo con cuidado, lo saco de su
alforja con delicadeza, no había sido una compra excepcionalmente barata, y al
haber comprado solo uno, no podía darse el lujo de llegar a romperlo con un
mero descuido.
Cuando retiro su mano derecha de
la alforja, con el artefacto en mano, aparto la misma junto al carcaj y el
arco, y rememoro en aquel momento las instrucciones que el artificiero le dio
en cuanto tuvo la Esfera Elemental en sus manos.
“Se trata de un cristal de fuego estable” Le había dicho aquel mientras
ojeaba su adquisición “Solo tienes que lanzarlo al suelo o a donde sea que
quieras fuego, siendo magia piromántica, el cristal mantendrá vivas las llamas
durante unas cinco horas o así, por supuesto, esto no aplica si se lo lanzas a
un enemigo o a un cuerpo de agua, pero de lo contrario, tienes en tus manos una
fogata instantánea”
Agito ante tales rememoraciones
la esfera, y esta ofreció un realmente leve brillo anaranjado, la clase de
naranja que solo puede verse en los
fuegos creados por magia, de manera casi instintiva, arrojo el aparato a un
metro suyo y este realizo una combustión casi instantánea. Sentado frente a ese
fuego ahora, recayó en como muy probablemente su cara se había iluminado con
una sonrisa de triunfo cuando el fuego se estabilizo y prevaleció, lo siguiente
después de su euforia de cara a la ignición de las llamas que le mantendrían cálido
hasta la mañana siguiente, fue una muy merecida cena, no estaba seguro de que
hora era, pero tales acciones, desde la lucha hasta la carrera para llegar
hasta la cueva le abrieron el apetito enormemente, por lo que se dedicó a
satisfacer su hambre, ya seguro de los elementos, y con la certeza de que un
fuego tan potente como aquel mantendría a cualquier alimaña que pudiese habitar
la cueva a raya.
Y, como dicen, el resto es
historia; no tardo nada en decantarse por terminar de agotar sus energías en
las únicas añoranzas que le alcanzarían durante el resto de su viaje que eran
las provocadas por el tomo en sus manos, y ahora, tras decidir que ya había
visto lo suficiente, junto al hecho de que sentía los parpados levemente
pesados, decidió colocar aquel Geografía & Cultura Volumen IV, de regreso a
su alforja, junto con las otras partes del compilado, para después utilizar la
susodicha depositaria como una improvisada almohada, descanso la cabeza
prontamente ahí, y se durmió observando el fuego, dentro del cual juraría que
podía ver, entre las llamas, figuras que representaban las siguientes aventuras
que podrían venir, justo en aquel punto cuando las fantasías avivadas por el
reposo de la consciencia convergen con el sueño de la razón diurna.
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